La supervivencia de una cultura milenaria, malamente “civilizada” por romanos o por el cristianismo, nos aporta numerosas historias con un poso de reliquias del pasado remoto de Europa. Detrás de un castro, un dolmen, una piedra grabada hay una leyenda viva, la certeza de que en ese lugar siguen presentes los pobladores originarios galaicos, los mouros, ocultos bajo tierra tras su recordado combate con los humanos. Con ellos toda una grey de diablillos y hadas. Muchos cuentos se presentan marcados por la profunda religiosidad del Finisterre; dan voz a la historia del santo de un lugar, intentan justificar su ubicación, llenan la simbología de un santuario ancestral. Recorreremos una verdadera Ribeira Sacra, ya que la bella comarca interior gallega de ese nombre lo recibe por una mala traducción (robleda sagrada). Desde la Alta Edad Media y el reino gallego de los suevos pequeños monasterios fueron jalonando la ruta costera, antes de sus faros, creando granjas, levantando molinos. Borneiro, Canduas, Nemeño, Moraime, Mens, Ozón, Seavia, Santa Mariña do Tosto, A Graña, Soandres. Los priores y abades locales cristianizaron la zona, reconvirtieron la devoción a los antiguas divinidades de la tierra con los nuevos santos patrones, con el culto mariano que tantas veces encierra la memoria de una divinidad femenina, la diosa soberana, la señora. En honor a la virgen y los santos las parroquias se llenaron de tallas barrocas en pequeñas iglesias románicas llenas de simbolismo o esbeltos templos góticos de las villas marineras.
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